Después
de haber estado cerrado durante lo que parecían siglos, las puertas se abrieron
con un rumor y un rayo de luz hendió la dormida oscuridad.
“Por
fin”, pensó mientras se acercaba con paso firme a aprender de los Jedi todos
sus secretos olvidados.
Ahí
estaban, dispuestos para él, como un regalo, y un entusiasmo que creyó que
jamás podría volver a experimentar lo recorrió como un relámpago.
Sin
embargo, en su momento del triunfo, algo le impedía moverse. Una presencia tan
tenue que le había pasado inadvertida se fue haciendo cada vez más notoria, más
ominosa.
“¿Qué
haces aquí, Sith?” La voz recorrió la estancia llenando con su eco cada
esquina, cada átomo. “Este no es tu lugar”.
Maldiciéndose
por no haber prestado atención a nada más que a sus deseos, el señor oscuro
recuperó sin dificultad el control de su cuerpo y, tan instintivamente como
respiraba y latía su corazón, encendió su arma.
Un
haz rojo acompañó a la luz que se filtraba desde la entrada. Ahora sí pudo ver
a la figura que se erguía ante él. Incluso reconocerla.
“Maestro…”
El
Jedi sonrió, intuyendo que quizá el rival que tenía ante él seguía siendo de
alguna manera el alumno al que un día había intentado instruir en los
insondables caminos de la Fuerza.
El
Sith también se alegró entonces, pero solo porque el reencuentro significaba
para él cerrar dos círculos de un solo golpe. Matar a su maestro, hacerse con
el Valle...
La
sola idea le embriagaba e insuflaba en él un frenesí exquisito. Insoportable.
Saltó.
Pero
el Jedi no se defendió del ataque. Fueron sus palabras las que le salvaron.
“¿Y
si el destino no quiere que nos destruyamos sino que sigamos aprendiendo?”